Cultura

Entretextos: “Primer beso” de Andrea Foco

Andrea Foco, quien es comunicadora social y actualmente estudiante de la Diplomatura en Escritura Creativa en la Untref, comparte con los lectores de LA CAPITAL uno de sus cuentos.

Por Andrea Foco

Todo el año hablando del medallón, era hora de salir a buscarlo. En bicicletas, hicimos los tres, cuatro, cinco kilómetros hasta el campo de Lagos, donde, decía la leyenda, estaba enterrado un medallón de oro. En nuestras cinturas habíamos forjado algunas armas defensivas; yo llevaba un cuchillo sarruchito que en casa usábamos para calentar la punta en la hornalla y derretir las botellas de plástico. Otros llevaban unos cuchillos tan afilados que parecían que iban a hacer un duelo criollo y, otros, gomeras. Me sorprendió la cuchilla de mango marrón que Cristina le había afanado al padre y que yo todo el día evité tener cerca; el filo brillaba tanto como sus dientes. Llegamos a la entrada del campo, recuerdo los árboles, la variedad de árboles, la familia de árboles, los árboles chicos, naciendo debajo de los más grandes. Sentirme grandiosa rodeada de cruces de caminos anchos de tierra. La tranquera era alta y estaba atada con cadena y candado. Tiramos las bicicletas al costado del camino y la trepamos como hormigas.

Yo estaba entre Fernando o Daniel. Me gustaba Daniel, por no decir que estaba enamorada. Íbamos juntos al B. Raya al medio, pelo llovido y larguito, oscuro y lacio. Dos hermosos hoyuelos y siempre olor a suavizante de marca en el guardapolvo. Él tenía la manía de escribir por encima de una regla, para hacerlo perfecto. Hoy es cirujano de cuello. Ya lo había intentado seducir con una prueba en la clase de gimnasia: había ido corriendo directo hacia él y, antes de chocarlo, me abrí de piernas, truco que él no llegó a a ver porque se dio vuelta para apretarse los huevos del dolor que, aparentemente, le daba ver a alguien haciendo un Split. Pero a mí nunca me salió el Split, por chueca, y no sé por qué me la jugué así con él, como si hubiese sabido que no importaba que no me saliera porque él, total, no me iba a ver… A la que sí le salía el Split era a Cristina, y para los dos lados y para adelante también. Fernando, en cambio, iba al A, y eso nos daba aire de extraños, a pesar de vivir en un pueblo de 1700 habitantes a tres cuadras y haber ido al mismo y único jardín, misma y única primaria y seguro, más adelante, misma y única secundaria. Muy despeinado para mi gusto, melena larga y rubia casi dorada, llena de nudos. Ojos celestes, muy flaco y medio narigón. Pero Daniel ese día estaba en plan aventurero, como se hubiese permitido ciertas cosas. Reírse, saltar, mezclarse con las del A… Y Fernando… Fernando me había estado mirando todo el día y yo también lo había empezado a mirar un poco a él.

Algunos rodeamos la vieja casa de campo juntando ramas, hojitas, alambres y piedras, como indios a la espera de algún malón. Hicimos un fueguito, encendimos cigarrillos de papel y pasto seco adentro, jugamos a fumar, jugamos a las escondidas, divagábamos aburridos, atentos a cualquier cosa. El viento asustó a los que se habían animado a entrar por las puertas y ventanas rotas. Así como entraron a la oscura casa, salieron a los gritos. Llegaron corriendo, agotados. Sacudían los brazos, decían haber visto conejos fantasmas y que el viento les había hablado como el diablo, Lucifeeeerrr, Lucifeeerrrr, decían. Todos corrimos al campo, en manada, esquivado pozos, pedazos de botellas de vidrio y oyendo ramitas quebradas tras nuestras pisadas. Me acuerdo de algo muy importante, que me doblé el pie cerca de Daniel, y que hasta le estiré la mano, y que vino otra persona a ayudarme. Recuerdo un dolor estrenándose dando vueltas y quedándose en alguna parte de mi cuerpo. Un primer dolor. Recuerdo también algo de “no me importa, hacé lo que quieras”. Tragar la bronca, que, más que bronca, era un nudo hueco, vacío de todo, y seguir corriendo para otro lado que no sea el de él. Recuerdo habernos dividido en dos grupos y haber pensado donde habría terminado Daniel. Recuerdo la taquicardia en el pecho, dándome golpes, sin hacerme olvidar: tenés un corazón. Recuerdo caer extenuada en el medio del trigo en un ataque de risa con mis amigos y amigas. Pero lo que más recuerdo es el sobresalto que me dio esa mano caliente agarrando la mía y cómo me paré al instante, a pesar de que las piernas no me daban más. Cómo se paró él enfrente mío, verle algunas espigas doradas enredadas en el pelo, sentirme entre la espada y la pared, en el medio del campo. Cómo las gotas de transpiración llenas de sal y tierra se le mezclaban con las pecas. Verlo más petiso que yo. El pelo lacio y sucio como el de un Golden que se embarró y se secó dando vueltas en el yuyo, y, sobre todo, recuerdo su boquita finita, casi sin color, casi transparente y paspada con capas secas como hojaldre con azúcar impalpable adherida viniendo a la mía. Recuerdo que esperé, recibí y tomé ese beso. Un beso seco que nadie vio, porque el trigo tenía nuestra altura. Mi primer beso fue con Fernando Chiatti, quién iba a decirlo. El primer beso con la boca, no con el corazón, que estaba con quien ya saben…

Pero la historia sigue. Sonaron las sirenas de la policía. Nuestros propios padres y madres nos habían denunciado, convencidos por el gordo Lagos, que se había enterado por el capataz vecino que un grupo de chicos había entrado a robar al campo. La policía nos desarmó, y a los más bravitos los cargó en el móvil. Entre ellos, Daniel, mi Daniel, mi prolijo y bien lavado y enjuagado Daniel Norzagaray en un patrullero, hecho un delincuente. Me dio cosa verla a Cristina negarse a entregar la cuchilla a un oficial y ver cómo la subieron a la fuerza al auto lleno de pibes, al lado de Daniel. Apretándole el culo a Daniel, casi upa de Daniel, con su ciclista rosa fosforescente arriba de esas musculosas piernas. Pero lo que más cosa me dio fue ver cómo él la miraba, como si, entre ellos, se hubiese estado tejiendo otra dimensión en la que yo no tenía cabida, ese otro círculo capaz de darle a mí, y no a ellos, más de treinta años después, el recuerdo de ese día.

Andrea Foco (Los Molinos, Santa Fe, 1984) es licenciada en Comunicación Social por la Universidad Nacional de Rosario. Como guionista, formó parte de “La tabla de los sueños”, una serie televisiva de Canal 3 Rosario. Trabajó en prensa y como productora cultural en la Secretaría de Cultura de Rosario. Fue columnista radial en la Rock&Pop (Rosario), y redactora en la revista Tercer Sector (Buenos Aires) y la Revista Replicante (México), entre otras. Actualmente, estudia la Diplomatura en Escritura Creativa en la Universidad Nacional de Tres de Febrero. Al mismo tiempo, brinda clases de escritura creativa y es trabajadora del sector editorial como correctora ortotipográfica y editora de libros. Instagram: @practicadelanarracion

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